Si no fuera por el piano Steinway negro que yace en el centro del diminuto escenario de The Green Space, en los límites del SoHo y Hudson Square, en Manhattan, Fito Páez podría elevarse hasta el techo cada vez que intenta alcanzar las notas más altas de La última curda, un viejo tango de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo.
Fito Páez llegó a Nueva York el día anterior, después de un pequeñísimo periplo por Boston y Washington D.C., donde se sentó frente al que fuera el piano de George Gershwin y visitó los estudios de NPR para grabar un Tiny Desk Concert, que verá la luz en las próximas semanas. Hoy, en el foro ubicado en la sede de WNYC, Fito canta un puñado de canciones ante un público embelesado. El concierto se anunció apenas hace quince días, y los boletos se agotaron el mismo día, en cuestión de horas.
El programa, titulado A New York Evening with Fito Páez y parte de una serie de conversaciones organizadas en colaboración con The Grammy Museum, incluyó una charla con Julyssa López, subdirectora de música de la revista Rolling Stone. La conversación profundizó en las distintas etapas de la vida de Páez: desde sus inicios en la música como un niño de clase media en “una ciudad del sur del mundo”, estudiando el folklore argentino y tocando el instrumento típico nacional, el bombo legüero, hasta la influencia determinante de los gustos musicales de su padre, quien escuchaba a Gershwin, Sinatra,, Horacio Salgán, Mercedes Sosa, Chico Buarque y Antonio Carlos Jobim: “no recuerdo nada de mi vida sin música”.
Después de ser recibido con una ovación, ataviado con un conjunto color chocolate y unos lentes de pasta negros que le dan un aire de profesor universitario dispuesto a dictar cátedra sobre cómo la música ha ido desprendiéndose de la genialidad para dar paso a la automatización, Fito se detiene antes de dirigirse al público:
—¿Dónde está Chucho? —pregunta, escaneando con rapidez las primeras filas en busca del pianista cubano Chucho Valdés, quien ha venido a verlo esta noche.
Lo encuentra, baja del pequeño escenario y lo abraza con fuerza.
—Perdón, un tema familiar —dice, entre risas.
No es común que un artista internacional, acostumbrado a llenar estadios y a escuchar multitudes coreando su nombre y cantando sus canciones al unísono, se presente ante poco más de doscientas personas. Pero hoy la ocasión lo amerita: Novela, su nuevo disco, grabado entre Madrid y los estudios Abbey Road en Londres, comenzó a gestarse a finales de los años ochenta. Tres décadas después, Páez ha logrado materializarlo gracias a una suma de factores: la madurez musical, la generosidad de su disquera, pero también una convicción personal que lo ha llevado, desde hace años, a emprender una cruzada contra la plastificación masiva y definitiva de la música pop, contra la deriva de la música hacia un mero artículo ornamental.
¿Qué ha llevado, por fin, a Páez a culminar un proyecto que durmió durante más de treinta años en el tintero de su creatividad? Todo comenzó en 1988, cuando, intentando sacudirse “el fantasma de un álbum que quisiera nunca haber escrito” —en referencia a Ciudad de pobres corazones— comenzó a trabajar Novela en paralelo a Ey!. Sin embargo, el formato parecía demasiado ambicioso para la época.
Con Quadrophenia de The Who como inspiración lejana, aunque sin abrazar del todo el concepto de ópera rock, Novela se revela como uno de los álbumes más ambiciosos de su carrera. Y también como una declaración de principios: Páez parece ir contracorriente, defendiendo el aspecto universalista de la cultura rock y criticando la invasión extrema de la tecnología en la música.
“El rock es una cultura a la que pertenecemos todas las personas que no permitimos la cancelación. Es una cultura abierta, que llega a todos los márgenes, que no es policiaca, que no es estrictamente académica. Una especie de cultura babilónica. Yo soy un eslabón pequeño de esa cultura del rock que trasciende culturas. El rock es la búsqueda de las libertades.”
Mientras conversa, Páez danza entre conceptos: el tiempo ( “El tiempo hace lo que quiere contigo, por eso: seat and enjoy”) y la música ( “La música acerca a los corazones.”). Y cuando reflexiona sobre su lugar en el mapa musical internacional o su trascendencia, su respuesta a Julyssa López es clara: “Siempre me voy a resistir a eso. Yo creo que hay que mantenerse despierto hasta el último aliento: estudiar, curiosear, estar en la sala de ensayo y en los bares.”
Fito enlaza en una misma frase a Stravinsky, Charly García, Goyeneche y Mahler al hablar del estado actual de la música, la cual se ha visto mermada, dice, gracias a la “democratización tecnológica”: “[Todos ellos] no solo te acompañan, también te provocan. La música se ha vuelto un elemento de confort detrás de nuestras vidas.”
Y tras explicar la portada de Novela, diseñada por el argentino Max Rompo, con la ayuda de una lámina dispuesta en un caballete detrás de él, Páez se dirige al piano, quedando solo en el escenario, frente a las 88 teclas.
Comienza, solemne, la sucesión de canciones, en medio de un silencio sobrecogedor. Las doscientas personas presentes saben que algo está a punto de alterar el curso de la noche, y quizás, también, el de sus propias vidas:
Una versión despojada de “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, seguida de una tierna interpretación de “Un vestido y un amor”; “Parte del aire” se transforma en una meditación sobre el amor más allá de la muerte, “La última curda” rinde homenaje a sus raíces. Finalmente, “Mariposa tecknicolor”, un preludio caleidoscópico a su himno definitivo: “El amor después del amor”.
Levanta la cabeza y su torso se balancea; las notas más agudas lo asaltan, pero las domina, sin despegar jamás las manos del piano, sin dejar de mover su pelo plateado. Con acordes prolijos, prueba su propio punto en la música y en su propia historia. Las melodías que Fito crea con su piano, amalgamadas con su canto, parecen ser lo único que le impide elevarse hasta la estratósfera, lo único que lo ata a Manhattan, a esta parte del mundo, a nuestra realidad.
Al final del recital, mientras la pequeña sala se vacía, el Steinway negro permanece en el centro del diminuto escenario, solitario. Fito Páez ya se ha ido —quizá se ha elevado— y la única prueba de que alguna vez estuvo aquí, en Manhattan, en esta sala, frente a nosotros, es ese objeto que ahora marca su ausencia: su piano, el que parece haberlo acompañado toda la vida.
Fotografías: María Prieto