El mexicano al que el Oscar tiene en la mira, Fernando Frías, comparte su odisea con Esquire. por Mario P. Székely fotos de Gustavo García-Villa styling por Ikerne Mestre Caminar en el techo. Asomarse desde las alturas. Sentir el golpe del viento en la nuca y estar de pie. Hacia los lados el oriente y el poniente, al norte Estados Unidos y al sur el resto de México que embona con Latinoamérica. Fernando Frías es su propia brújula en el techo de un edificio de la antes llamada Tenochtitlan, sintiendo que la vida lo jala, lo empuja y arroja hacia el resto del mundo que lo ha proclamado entre los nuevos emisarios del buen cine y que le da la posibilidad de soñar con el Oscar de Hollywood y el Goya de España, si ambos lo nominan. Dicen que el camino de regreso a casa solo puede iniciarse cuando se parte de la misma; Frías hace 11 años dejó México para aventurarse a Nueva York con la misión de encontrar su voz como artista, y –sobre todo– apostando por su experiencia favorita: tomar perspectivas de las cosas. “Nací en la Ciudad de México, pero ya llevo demasiados años fuera para decir que solo soy de ahí”, dice Fernando Frías, de 35 años, a Esquire, detrás de su iPhone con lada en Estados Unidos, días después de su sesión de fotos para estas páginas, ahora en su auto, con las bocinas prendidas y las ventanas del auto aislándolo de un Nueva York en plena recuperación pospandemia. Ahí cerca, en su barrio de Brooklyn, también puede pensar en la propia odisea, aquella que sopló vida a Ya no estoy aquí, gestándose en ese espacio entre el que se fue y el umbral mexicano que partió.
Curioso, aventurero y con pocas ganas de complacer a cualquiera que le diga qué debe hacer –excepto a sus padres–, Frías habitó una infancia con pase directo a la silla del director escolar. Así recuerda: “Todo lo que no me podía portar mal en mi casa, me portaba mal en la escuela. Acababa más rápido algunas tareas y era inquieto. Entonces tuve problemas con la autoridad, pero yo estaba en búsqueda de identificación y por eso cambié tanto de escuela”. “Hijo pilón”, como dicen en México, Fernando Frías aprendió a ver hacia arriba desde que se bajó de la cuna. Su hermana y hermano le llevaban muchos años, y su madre –quien trabajaba como secretaria en PanAm– le regalaba a sus hijos y esposo abogado la posibilidad de viajar a Sudamérica y a algunos sitios de Europa en temporada baja, cortesía la línea aérea que Stanley Kubrick inmortalizó con su viaje a la luna en 2001: Odisea del Espacio. “Para mí viajar se volvió muy importante, porque encontraba esta combinación de diferentes versiones de lo que yo conocía. Algo familiar, pero al mismo tiempo novedoso. Alimento para un pequeño curioso como lo era yo”, recuerda Frías, quien regresaba a casa a llenar sus ratos de soledad con imaginación y luego con películas, capturadas en Betamax y VHS apilados en estantes, cajas y en el mismo piso, provenientes de la colección de su papá. “Digo, sin exagerar, que teníamos cientos de miles de videocassettes con películas originales o grabadas en la tele. Ver películas con mi padre era todo un ritual, una ceremonia ofrecida a la que el resto de la familia era invitada. Mi hermano no iba, mi hermana sabía lo que gustaba y mi madre se quedaba dormida. Yo curiosaba con todo”, dice Frías sobre su papá, que sigue siendo aficionado también a la música y a la literatura, incluso escribe poesía. Una de esas veces, frente al televisor, Frías recibió una de las sacudidas que marcarían su futura carrera de cineasta. Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman, contaba la historia de un niño curioso como Fernando, quien gustaba inventar historias aún cuando fuera castigado por ello, precísamente, por una figura de autoridad como lo era el padrastro del filme. Al iniciar el clásico de Bergman, un teatro cuelga sobre el escenario la leyenda en danés labrada en madera: “Ei Blot Til Lyst” (“No solamente para placer”), vaticinándole a Fernando Frías, aún como aprendiz, que la urgencia por hacer películas al crecer vendría con la motivación de búsquedas personales que necesitaban una historia en pantalla, y no necesariamente hacer sentir cómodo a quien está sentado en la butaca.
Alexander, vestido por su madre, y asistentes del hogar, se asomaba tras la cortina roja al tiempo que iba acomodando personajes de cartón en el escenario a escala del Royal Theatre de Copenage. Todo es una ilusión en sí y la cámara de Bergman ayuda al truco de hacer creer –al inicio del filme– que el teatro era real. “Yo, más que enamorarme del cine, encontré identificación tanto en el cine como en la literatura. Al crecer con miles de DVD pirata coleccionados a mi disposición, poco a poco comencé a traicionar lo que era familiar u oficial de los gustos de mi casa y a buscar mi propio contenido, las cosas con las que yo me identificaba”. “Me acuerdo que de niño la gente conectaba muchísimo con Star Wars y yo no tanto. Me gustaban más aquellas películas con las que me podría identificar gracias a sus protagonistas y el tema. Pasé largos periodos bastante solo, pero muy acompañado por el cine, simplemente explorando”, resume sobre esos tiempos que habitó en la colonia Romeros de Torreros. Esa misma sensación de aislamiento, con la certeza de tener en las manos algo especial, fue forjando en Frías su sentido de identidad. El futuro escritor de cine afirma que la Cineteca Nacional de México se volvió su universidad, donde sus confines y pantallas detonaron experiencias que le reafirmaron una verdad: asomarse al mundo era encontrarse a sí mismo. “Sí tuve una época en la que me dije: ‘Quiero que mi vida sea como la de las películas’, llena de aventuras y cosas insospechadamente grandes, pero también deseaba que las películas fueran como veía yo la vida, que al final de cuentas es menos parecida a las películas y más como sabemos que es: impredecible, a veces tediosa y otras excitante, sobre todo muy desafiante y cambiante”, reafirma Frías, quien vio inevitable pasar de leer y observar, a desencadenarse él mismo a labrar ficciones en pantalla. O documental, como lo hizo con Calentamiento Local, con un letrero clavado en la arena de Puerto Escondido, frente a la fachada de un restaurante de mariscos, que anuncia: “El negocio no se hace responsable por desastres naturales”. Emitido por Canal 22 y merecedor de varios premios, obedecía al instinto de Fernando Frías de colocar ante la cámara a personas con reflexiones aparentamente triviales y obvias, pero que dejan ver esa urgencia de escape y de reinventarse de muchos al momento de dejar su casa y llegar a un sitio donde nadie los conoce.
Una rubia de Eslovania, por ejemplo, describe que llegó a Puerto Escondido tras inspirarse en las playas de Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón. Ella se deja fotografiar con su novio moreno latin lover y surfista, para luego señalar a su recién examiga que vino a México a vivir de la fiesta y hasta a mostrar su blanco trasero. Al mismo tiempo, critica el machismo general de los hombres locales, pero dice que está trabajando con su nuevo romance para que le dé su lugar y no se vaya de ligador como siempre. Al final, entre serio y broma, dice que soñaba con toparse con Gael García Bernal. En su documental, Frías encontró la universalidad del reclamo femenino en toda latitud, para después filmar su primera ficción, Rezeta, con el nombre de pila de una modelo real de Kosovo, Rezeta Veliu, quien igual llegó a México –en este caso, la capital– buscando posar frente a la cámara y también ávida de experiencias. Un puñado de encuentros basados en la atracción sexual, la llevan a los brazos de un excéntrico fotógrafo local, con quien se gesta una relación condenada al adiós desde que él cuestiona su amor por su país y los celos de romances los rodean. Lo casualidad siempre se asoma en los personajes de Frías, cuando atrapa a sus personajes en una fascinación por encontrarse. O, por lo menos, uno de ellos está absorto en el otro, mientras se cuela la pregunta sobre qué tanto se está dispuesto a abandonar lo que se era antes, como si fuera un traje que el dueño del nuevo sitio prohibiera para entrar. “Si no vas, te llevaré en mi corazón…. Si no vas, te llevaré en mi cantar”, dice la canción ‘Quiero decirte hoy’, de su película Ya no estoy aquí. Si Fernando Frías había aprendido que asomarse al mundo lo ayudaba a encontrarse a sí mismo, sujetando la cámara con ese sentir podría también ayudar a otros a ser descubiertos por el mundo. En Ya no estoy aquí, se cuenta la historia de Ulises, un adolescente de 17 años que habita la subcultura kolombia (la cumbia colombiana), en el Monterrey más violento del 2011, desde su hogar en una comunidad marginada a las alturas de uno de los cerros emblemáticos de la metrópoli con capitales industriales. La perspectiva de Ulises es de desolación para crecer, aun cuando a pocos kilómetros está el municipio más rico de Latinoamérica: San Pedro. Lo único que se tiene es la amistad con su banda los Terkos, con quienes –además de compartir la misma música– también puede bailar, con un fleco que cae cual cortina, ropajes coloridos y holgados, una cresta dorada y un semblante que, al cerrar sus ojos, se convierte en una especie de danzante chamán. Es en el sentido de pertenencia donde estos chicos basan su lealtad y amistad, cuidando sus espaldas y sabiendo que bajando a la ciudad son señalados por el mero hecho de existir. Fernando Frías reclutó a su reparto entre varias colonias segregadas del progreso regiomontano. Ya no estoy aquí se volvió la oportunidad de decirles que ellos están bien y que sus búsquedas son igual a las de cualquier persona. Incluso hoy en día, Fernando no ha soltado la vista, atención y promoción a estos muchachos.
“Me parece que esta contracultura florece con la espontaniedad de un accidente cultural. Eso es riquísimo. Siempre tuve claro quién era Ulises: alguien que habita un lugar donde la falta de oportunidades es muy grande y donde no existe movilidad social. La historia de Ya no estoy aquí es un pequeño pretexto. Es nada más el marco de la ventana, para podernos asomar y generar empatía con estos personajes. Me conmueve el hecho que a Ulises le roban su juventud –etapa que de por sí es muy breve en la vida– se le arranca en este evento que le sucede fortuito”, describe Frías, sobre la escena en que su protagonista es confundido por una pandilla enemiga y obligado a mudarse en el acto a Nueva York, para refugiarse de ser asesinado por un crimen que no tuvo parte. “Una de las razones por las que hice la película es porque el mundo se está repitiendo cada vez más a sí mismo. Ya todo es igual en todos lados. Todos parecen querer lo mismo siempre. Imagínate qué aburrido sería si todos fuéramos iguales, que todos creyéramos que la familia tradicional y los valores de género tienen que ser así y las maneras de existir solo pueden ser así… Pues no, porque justamente lo que nos caracteriza, y la riqueza de quiénes somos, proviene de nuestras disidencias, además de nuestros diálogos culturales, sincretismos, intercambios de ideas y formas de ser desde el principio de los tiempos”. Imposible no ver a Ulises portando el nombre de aquel que dejó en la Ilíada de Homero a su hermosa Penélope esperando en Ítaca. Improbable no ubicar al personaje actuado por el joven Juan Daniel García “Derek”, como ese hombre triste que no puede concebir su existir sin llegar a casa. En Ya no estoy aquí, con el mexicano asomándose desde la cornisa de la Gran Manzana hacia el punto cardinal que dice adiós al Sol que también quema en Monterrey, el segmento épico de la Odisea podría bien describir la imagen: “...sus ojos no se secaban nunca del llanto y su dulce tiempo se iba gastando lamentándose por el regreso. Los días pasaba sentado en las rocas de la ribera… derramando abundantes lágrimas con la mirada fija en el mar”. El Ulises de Fernando Frías practicamente no llora, pero sí en su rostro estoico existe la añoranza plena. No hay razón para ser un Terco en Nueva York (irónicamente donde existe una ciudad llamada Ithaca), pero él no tiene porqué justificarse con nadie. De ahí el heroismo del personaje. Si hay una idea de Penélope en Ya no estoy aquí, es el llamado interno a no dejar de ser, a no traicionarse jamás. Nunca antes en los oídos del adolescente expatriado sonó más fuerte el lamento de su kumbia. Del panteón moderno de mentores del cine, los mexicanos Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, en un gesto totalmente espontáneo, crearon un video para darle la bienvenida a la visión de Frías, aplaudiendo en un clip de Netflix su hazaña de haberse atrevido a trascender la palabra empatía a un “yo soy esa persona que veo”. La llamada otredad. “Hoy, como ha estado el mundo de feo en cuestiones de odio generalizado, tiene que ver con eso: le tienen miedo a quien es diferente. Justamente la otredad es poder ver la riqueza en que alguien sea justamente distinto a nosotros y por eso lo queramos, en lugar de odiarlo”, reflexiona Frías, quien para su filme trajo a Derek a su propio vecindario en Estados Unidos, para con gran habilidad no atorarse en un tema solo de migración, sino en una azotea colocarlo frente a Lin, una chica de la misma edad, oriental-estadounidense, que con curiosidad se le acerca a hablarle y a tratar de entenderlo.
Fernando Frías es sensible con sus personajes y Lin hace lo bueno y lo ingenuo, que ocurre cuando alguien de otro mundo aparece. Así lo describe el escritor-realizador: “Digamos que a esta chica le cae un pajarito con las alas rotas en su azotea y ella, sin tener una mala intención, termina usándolo. El no puede estar presente, vivir el momento o posible relación, porque tiene esta añoranza, nostalgia”. “Otra manera de explicar el sentir de Ulises, es imaginar que te cambian de escuela y extrañas a tus amigos porque tus papás se tuvieron que mudar a otra ciudad; pero tu sigues extrañando, porque eso era lo que te definía. Llegas a tu nueva escuela y no enganchas con nadie, porque a los demás les gustan otras cosas. Es un poquito eso. Ulises es un chico de 17 años, que no termina de aceptar que para asimilarse a esa nueva realidad, debe desprenderse de quién es, dejar de hacer lo que le gusta. De ahí también que él y sus amigos de México se hagan llamar los Terkos”. Con este sentir, Fernando Frías parecería hacerle honor a las palabras sabias en Fanny y Alexander, cuando el gerente del verdadero teatro de Copenhage, en plena fiesta de Navidad agradece: “Estoy muy unido a la gente que trabaja en este mundo pequeño. Afuera existe el mundo grande, pero a veces el mundo pequeño triunfa al reflejar lo que sucede en el grande, para que así podamos entenderlo mejor”. “Hoy no sé si el cine es algo donde me vaya a detener únicamente en mi vida, porque también tengo otras inquietudes, pero sin duda es un lugar donde puedo mentir a salvo. Es una forma de decir que es un lugar donde puedo mostrar diferentes formas de ver la vida, que tengan más que ver con la forma en la que yo siento los días… y todo eso”, concluye Frías, mientras el sonido del motor de su auto se detiene. La luz del semáforo cambia. Es tiempo de avanzar.
EL OSCAR
“Una nominación para mí sería un sueño, por lo que representa la película, que primero conectó con el público de México, que la supo abrazar con el corazón. La han hecho suya y ha demostrado tantas manifestaciones de cariño (lees por ejemplo en Instagram todo lo que nos ponen, o el fan-art y los dibujos. Es brutal). Por otro lado, es como recibir un mensaje de la vida que te dice que vas por buen camino. Una especie de ‘sigue haciendo las cosas con tu terquedad’. Por más que fue increíblemente difícil hacer la película, en términos de lo que ha sucedido después de las puertas que se cerraron tantas veces, es un reconocimiento. Y eso podría ayudar a que la película fuera vista por mucha más gente, lo cual me pone muy contento”.
LA FOTOGRAFÍA
“Durante la cuarentena empecé a trabajar con una cámara digital que me habían recomendado mucho, pero la verdad es que al final me quedé utilizando mucho más el iPhone. Hay cosas muy padres, como cuando lo montas en un tripié para hacer largas exposiciones y notas que funciona mejor que otras cámaras. Para hacer scoutings, por ejemplo, lo uso mucho con un app que se llama Artemis, a la que le puedes poner el sensor de la cámara, los lentes, diferentes tipos de aspect ratio. Te da hasta la hora del día, el tipo de iluminación, el lugar, el punto del sol y eso lo uso muchísimo; pero también uso mucho el iPhone para fotos y para redes sociales. Hay días en los cuales ya no prendo la computadora porque todo lo hago desde el teléfono”.