Un martes cualquiera en una casucha de Prostitutas en República Dominicana —cerca de las azules aguas de la playa de Boca Chica— una madre y su hija hablan de un pasado mejor: —Es que ahora está to’ jodido. En la época en la que yo comencé no había tanta vaina. Sólo había una cosa que le decían gonorrea, pero eso se curaba fácil. La abuela contaba que antes tú te cogías a cualquier hombre y lo jodías tranquila. No se usaba eso de las enfermedades —dice la madre. —Mami, ¿te acuerdas que cuando comencé a trabajar en el cabaré de la abuela llegaron unos chinos y tú te fuiste con uno y yo con otro? —dice su hija entre risas—. El mío era uno flaco. Y lo hice salir corriendo del cuarto al hijo’eputa: tenía gonorrea. No me importó nada, le devolví los 700 pesos que me había dado. —Sí me acuerdo, mija. Eso fue hace más de 10 años. Pero hace poco me peleé con un cliente porque le miré el huevo y tenía to’ rojo. Entonces le grité: “¡A mí no me vas a meter eso, chico, eso ta’ podrido!”. En la familia Pérez nunca se conocieron fiestas de 15 años, ni matrimonios, ni padres, ni maridos. En esta casa se enseñó con la misma naturalidad a cocinar arroz con habichuelas, a rezar a la virgen de Altagracia —madre y protectora del pueblo dominicano— y a mamar huevo (sexo oral). También se enseñó que cuando te llaman hija de puta en la calle no te ofendes porque sabes que es tu trabajo; y que tu madre es puta y tu abuela fue puta. Que siendo putas te han dado de comer. La herencia es sagrada para muchos dominicanos: la familia Barceló produce ron desde 1930; la caña de azúcar ha sido el bien más preciado de la familia Vicini durante más de dos siglos; el trabajo de cuatro generaciones de los Risk ha sido producir tabaco de exportación. El linaje de las Pérez no entiende de negocios millonarios. Altagracia Pérez, de 51 años, sus hijas y su nieta han heredado el simple oficio familiar de ser puta, profesión cuyo abolengo comienza, dicen, con la humanidad misma. Ahora todas esperan que la bisnieta, una nena de cinco años que todavía no va a la escuela, continúe con la estirpe. Estamos en Andrés, a 30 kilómetros de Santo Domingo, el hermano sin glamour de Boca Chica. Andrés es donde viven los dominicanos que hacen felices las vacaciones de los gringos ansiosos por sol y arena. La frontera es clara: los turistas se alojan en Boca Chica, los locales viven en Andrés. Son las cinco de la tarde pero el sol conserva el ímpetu del mediodía. Las calles de tierra se evaporan en forma de polvo y en las pieles morenas de la familia Pérez no hay rastros de sudor. Nadie se queja del calor. Altagracia Pérez, la matriarca, posee una casucha de paredes rosadas descascaradas que tiene un techo pobretón parchado con hule y tejas de zinc. En una maqueta desordenada de casas, la de las Pérez no destaca entre sus vecinas, todas igual de gastadas y a punto de caer. La vivienda tiene dos habitaciones que comparten la puta jubilada, dos hijas putas, una nieta puta, un bisnieto de menos de un año y la bisnieta de cinco. Las cuatro mujeres —Altagracia, sus hijas Ramona y Minerva, y su nieta Isadora— juegan una partida de dominó en lo que llaman “el patio”, que en realidad es la calle. Las fichas se mueven sobre una mesa improvisada hecha de dos sillas enfrentadas. A espaldas de las mujeres cuatro chavales juegan beisbol ruidosamente: tres no tienen zapatos, el catcher no usa guante y la pelota está descosida. Altagracia mira de reojo a su nieta, que tiene una ficha envidiada: la mula, el doble de seis. La chica sonríe, se sabe a punto de un triunfo. —Esta muchacha está dándome cajeta (problemas). Es lo único que dirá en un buen rato. Del cuello de la matriarca de las Pérez cuelga una cadena con la imagen de la virgen de Altagracia. Sus orejas están a punto de rasgarse por el peso de un par de argollas. Todo es de oro pero no hay brillo. Altagracia tiene los ojos negros de un cuervo y hastío en la mirada. Apenas pasa los 50 años pero luce como una anciana: la cabeza despoblada, tos de tuberculosa y piernas serpenteadas por várices gordas como sanguijuelas. A Altagracia la vida y los hombres le han pasado encima como rodillo. Dicen que por eso casi no habla. Su hija Ramona y su nieta Isadora cuentan cómo se inició como puta y cómo ellas heredaron el negocio. Mamá Altagracia se mantiene imperturbable, sentada en su trono —una vieja silla de plástico— y quieta como una escultura de hierro negro. Su nieta hace un movimiento ganador y la puta retirada refunfuña con voz ronca algo imposible de entender. Como buena perdedora, Altagracia se levanta y la besa en la frente, orgullosa de la aprendiz que supera a la maestra. Altagracia Pérez nació en lo más pobre de lo pobre. Según el International Misery Index 2013 del Cato Institute, un think tank sobre políticas públicas con sede en Washington, República Dominicana es el quinto país con más miseria de Latinoamérica. No el que tiene el mayor número de pobres, sino la relación más compleja con la riqueza. Altagracia nació en el extremo sur de la isla, en Hondo Valle, el tercer municipio más pobre del país. La niña vivió en ese rincón de malas estadísticas hasta los 10 años. Antes de su cumpleaños número 11, su padre enfermó y falleció. La madre no podía mantener a siete hijos y una tía lejana se ofreció a ayudar. Propuso llevarse a la chiquilla a trabajar a un campo de caña y la viuda aceptó. Altagracia se despidió, nunca más volvió a ver a su madre ni a Hondo Valle. El trabajo de Altagracia consistía en permanecer totalmente quieta mientras hombres sudorosos penetraban su cuerpo de niña sin senos ni menstruación. La paga alcanzaba para comer, ahorrar unas monedas y tener una choza en algún campamento. Después de un año de trabajo, Altagracia menstruó, se embarazó de alguno de esos negros que se ganaban la vida a machetazos y parió una hija. Y luego otra. Y otra. Todas de algún cliente corta caña que se gastaba parte del sueldo revolcándose con ella. Minerva, Ramona y María, que falleció cuando era apenas un bebé, llevaron el apellido de Altagracia desde el nacimiento. Minerva ahora tiene 41 años y como Ramona, cuatro años menor, aprendió pronto el oficio de mamá. Cuando empezaron a ejercer ya no se acostumbraba buscar clientes en los cañaverales. En 1950 el dictador Rafael Leónidas Trujillo había impulsado el turismo en la playa de Boca Chica con la construcción del primer gran hotel de la zona: el Hotel Hamaca. El balneario tenía 25 habitaciones que alojaban a políticos, artistas, hombres de negocios y personajes del jet set de la época. Allí disfrutaron del sol el presidente argentino Juan Domingo Perón, la actriz americana Kim Novak y el dictador cubano Fulgencio Batista. Las fiestas que daba Trujillo en Boca Chica eran famosas y era bien sabido que las mujeres eran el plato fuerte para él y para todos sus invitados. El dictador era conocido entre los habitantes de la isla por tener —por las buenas o por las malas— a toda mujer que se le antojase. Para finales de los años 70 el país era otro: Trujillo fue asesinado en 1961, había pasado a la historia como el responsable de más de 50 mil muertes y Boca Chica ya no era su patio de juegos, sino un próspero destino turístico. Altagracia fue parte del paisaje que atraía a los gringos. Allí cobró por primera vez en dólares y con ese dinero se instaló en Andrés, en una casucha de madera que fue marioneta de todas las tormentas tropicales. La madre crió a sus pupilas Minerva y Ramona, quienes a los 10 años ya sabían un par de frases mal pronunciadas en inglés para tentar a clientes gringos. Boca Chica. Verano eterno. Llegar a la playa es enfrentar a un ejército de comerciantes con insistencia de vendedores de infomercial. Todos buscan ganar unos pesos a costa de alguno de esos casi 5 millones de turistas que llegan cada año a su isla. Un puesto de llaveros y sombreros, un puesto de pescados y mariscos, un puesto que ofrece mamajuana —un trago conocido como el “viagra” de los dominicanos, por sus supuestos poderes afrodisiacos—. Al frente un negro ofrece productos más exóticos: pulpos, estrellas de mar y tiburones disecados, listos para adornar paredes. Un mulato flaco y alto como una palmera pasea en una bicicleta de tres ruedas con una canasta llena de cocos. Refrescarse cuesta 30 pesos dominicanos, menos de un dólar. Una mujer con tetas como papayas ofrece a gritos yaniqueques, una especie de empanada frita sin relleno. Otra mujer toca la espalda a los gringos que descansan en sillas de playa para ofrecerles masajes de 15 minutos por 150 pesos, un poco más de tres dólares. Un negro regordete y de barba blanca tiene las manos llenas de pinzas rojas y antenas: vende langostas por 400 pesos, unos nueve dólares. Tres niñas de cabellos trenzados se pasean por la playa, se bañan en shorts y top, y sonríen a un par de viejos rubios y calvos. Un revolcón con una niña de 40 kilos que apenas llega a la pubertad cuesta lo mismo que una langosta de 400 gramos. Diferenciar cuántos turistas compran langostas, yaniqueques, tiburones disecados y cuántos compran mujeres es imposible: la prostitución es invisible para las estadísticas. Ni el gobierno ni las ong se atreven a hacer un cálculo del turismo sexual en la isla. No hay cifras, pero sí advertencias: el año pasado la Procuraduría General dominicana solicitó al Ministerio de Turismo que avisara a los turistas extranjeros que se abstuvieran de buscar a alguien que mame huevo o podrían ser sancionados con hasta cinco años de cárcel. Pero las 8 mil trabajadoras sexuales aglutinadas en una organización llamada modemu (Movimiento de Mujeres Unidas) dicen que ellas viven gracias al turismo y que su “producto” es el que ha convertido a República Dominicana en el país más visitado de todo el Caribe. Estamos de regreso en Andrés: la casucha rosada, el mismo calor que no sofoca a nadie, los primeros mosquitos. Ramona, la hija menor de Altagracia, deja el juego de dominó y cede su turno a una vecina que llega de visita. Ofrece café y pone una olla tiznada al fuego. Bromea y dice que la olla está más negra que ella. El olor del grano impregna el lugar y neutraliza el hedor a aguas estancadas que reina en la casa. Ramona habla con todo el cuerpo: serpentea brazos, caderas, piernas. Con una mano gesticula y con la otra amenaza con echarse encima el contenido de la taza hirviente. —Yo he estado en la calle desde los 11 años. Comencé mamando huevo en la playa, aquí en Boca Chica, con los gringos. Me daban 30 dólar, 40 dólar, hasta 100. Antes te daban tu buen dinero. Me tenían miedo, me decían “tú eres muy menor”, pero eso les gustaba. Yo les decía que era virgen y que por eso no podía hacer nada más. Ellos querían joderme y yo les decía que no, a lo mucho me dejaba dar broche. Dar broche es una expresión que usan los dominicanos para referirse a la fricción de los genitales sin permitir la penetración. No dejarse penetrar antes de los 15 años era el consejo que mamá daba a sus hijas. Altagracia puso una condición adicional a Ramona y Minerva: la primera vez debía ser con un dominicano. La mulata no quería nietos gringos. Ramona —la cintura más amplia que las caderas, los ojos de cuervo de la madre, mirada coqueta y entradora— obedeció a medias. A los 12 años se acostó con un dominicano y nueve meses después parió una niña mulata como quería la matriarca. Le puso nombre de diosa y bailarina: Isadora. La niña creció viendo a su madre abrirse a un gringo y a otro. Para no confundirla, Ramona le explicaba que esos hombres eran clientes, no amores: no quería que pensara que uno de esos tipos de piel blanca y cabellos rubios era su padre. Ramona se sienta en una silla enana, sus nalgas sobresalen. A pocos metros, la partida de dominó sigue animada. La vecina grita capicúa y suma 25 puntos. Altagracia reniega con los labios apretados, grandes surcos se abren alrededor de su boca. Ramona la mira y se ríe. —Mírala ahí, esa también era cuero. Ahora se la ve tranquilita. El término cuero entró en el diccionario de jerga dominicana en los primeros años de la era del dictador Trujillo. A principios de la década de 1930 uno de los mandatarios más crueles y famosos del continente mandó construir un matadero a las afueras de Santo Domingo, donde secaban los cueros de las reses al sol y los clavaban en la tierra con estacas de madera. Los jóvenes usaban el matadero como casa de citas y los primeros manoseos adolescentes se hacían sobre los cueros. La piel de las vacas prestó su nombre al sexo y el sexo bautizó a quienes ofrecen la piel al deseo ajeno. —Cuando mamá Altagracia dejó de ser cuero fue mampiola (proxeneta) de un cabaré. Aquí al lado atendía un cabaré que se llamaba María Juana. Yo sabía porque ella nunca venía a la casa de noche. Yo trabajé ahí un tiempo, mi hija también. El cabaré cerró hace unos años —agrega Ramona. El barrio donde viven estas mujeres no tiene nombre. La calle tampoco. Pero sí dirección: de la última parada de la guagua roja, dos cuadras a la izquierda, y del colmado —la tienda de la esquina—, tres cuadras a la derecha. Entrando al caserío, la quinta casa con un parqueo de motos afuera. Allí, en el caserío, todos saben quién es Altagracia. Preguntando por ella se llega fácil. Su fama la precede porque la familia sufrió durante mucho tiempo un estigma: eran las hijas de la puta. —A mí me decían tu madre es cuero, tu abuela también es cuero —dice Ramona. Ella recuerda que sus amigos solían atormentarla a diario, pero el drama se calmó con el tiempo. Altagracia se volvió muy respetada en el barrio porque, por ser cuero, tenía efectivo, incluso llegó a prestar dinero con interés. Ramona nunca cuestionó a su madre. Ser puta fue para ellas una salida laboral. Lo único que le preocupa son los peligros del oficio, pero dice que aprendió a moverse en esos caminos sinuosos. —Yo no me dejo cubiar, la que se deja es por burra. A mis hijas yo les enseñé que no se chinga sin que te paguen primero. Y por si acaso siempre cargo un puñalito conmigo. Cubiar es un verbo de República Dominicana. Se conjuga de muchas maneras pero en casi todas significa engañar. En el léxico de las putas significa que el cliente, después de eyacular, no quiere pagar. Ramona dice que ella le dio todos los consejos del oficio a su hija Isadora. Prostituta, puta, meretriz, zorra, loba, furcia, buscona, perra, golfa, mariposa, milonguera, cualquiera, ramera, arrabalera, cuero, vigota, trola, piruja, reventada, magdalena, bacana, bataclana, burraca, fulana, guarra, mujerzuela, facilona, banquetera, dulcera, hetaira, turra, zurrona. Prostituta es una palabra que deriva del verbo latino prostituere —pro: delante, statuo: poner, situar—, que significa exponer algo. El término se refiere a mostrar productos para la venta. La etimología de la palabra puta es otra historia. En Roma y Grecia Puta era el nombre de una diosa. Puta, en latín, quiere decir podar y esa diosa tenía el don de recortar los árboles o de hacerlos crecer como si fuesen habichuelas mágicas. Los agricultores veneraban a Puta con fiestas que podían durar días y las orgías eran parte del ritual de idolatría. En República Dominicana, Altagracia era el equivalente terrenal y patético de la diosa Puta. Para ella no había nada divino, nada de odas en su nombre. Era simplemente una puta de campo: un cuero. Actualmente la palabra cuero y sus decenas de sinónimos se están combatiendo en la isla. modemu, la asociación de trabajadoras sexuales de República Dominicana, ha hecho una fuerte campaña mediática para que se les llame así, trabajadoras sexuales, en vez de cueros. Pero su lucha no es sólo semántica, pues modemu quiere que haya una ley que reconozca el trabajo sexual como cualquier otro oficio: que ingresen al sistema tributario y tengan acceso a servicios de salud. Jaqueline Montero, presidenta del movimiento, dejó el trabajo sexual en 2010 para dedicarse a la vida política. Entonces obtuvo casi 5 mil votos y un puesto como regidora municipal de la comunidad de Haina. Desde ahí ha luchado contra la discriminación del oficio y ha logrado algunos acuerdos. —Nosotras como trabajadoras sexuales sufrimos durante muchos años maltratos y extorsión por parte de la policía. Ellos piden dinero a las compañeras e incluso servicios sexuales, también apresaban a nuestros clientes. Este año, en mayo, firmamos un primer acuerdo con el gobierno para que esto pare —dice Montero. Ella espera lanzarse como diputada en 2015 y conseguir la aprobación de una ley que regule su gremio. Un sector que, afirma, contribuye mucho a la economía nacional. Las cifras son inexistentes, pero los cueros en las calles confirman su dicho. Otra vez regresamos a Andrés. Atardece. El cielo se pinta de naranja y rosa. Isadora vuelve victoriosa de otra partida de dominó. La nieta de Altagracia, tercera generación de cueros, tiene 24 años, aliento a cerveza y cabellos pintados de rubio en trenzas. Después de dos hijos su cuerpo conserva piernas torneadas sin esfuerzo alguno —Isadora no conoce un gimnasio por dentro—, cintura estrecha y abdomen firme. Lleva aretes en el labio, la lengua y el ombligo. Desde niña supo que su padre la negó, que su madre era puta y que ella también lo sería. —Yo desde chiquita decía que quería ser cuero como mi mamá, pero yo quería bailar en cabaré, como el que tenía la abuela. No quería ser cuero de playa, sino también bailarina. Isadora se inició a los 12 años y está orgullosa de no haber sufrido jamás una enfermedad venérea, y de que gracias a los consejos de su madre y su abuela no le pasa nada en las calles. —Mi madre me enseñó que uno tiene que tener cuidado. A mí no me cuentan historias, conmigo nada de luces apagadas, nada de drogas con clientes y nada de “yo me pongo el condón”. Hay hombres que lo pinchan antes de ponérselo. Mi madre me enseñó a poner el condón con la boca pa’ que se lo dejen poner. Isadora habla con la boca llena. Para mostrar cómo se coloca un preservativo mientras se chupa un pene, se mete a la boca la chancla rosa afelpada que su hija dejó tirada en el piso. Al tiempo que mami hace su demostración, la nena —negrita y regordeta como una aceituna— corretea en su vestido floreado: los pies desnudos, casi blancuzcos, cubiertos de polvo. Ramona se levanta. Vuelve con el café y con su nieto que acaba de despertar. El niño tiene 10 meses y llora. Isadora se levanta y lo carga. El nene va desnudo, dicen, por el calor. Isadora lo calma, lo besa. Él le sonríe. —Mis hijos saben que soy cuero desde que estaban en la panza, con ocho meses yo seguía bailando en tubo. Yo incluso con las dos panzas (embarazos) anduve un buen de cabaré. A los hombres les gusta la mujer embarazada, ya tú sabe’. Ellos dicen que les gusta cuando están ahí dentro los niños. Isadora ríe a carcajadas. Ramona vuelve con más café y dice: —Qué le estas diciendo a mi negrito. Isadora, muerta de risa, contesta: —Pobrecito este negrito, que ha tenido que mirar tanto huevo ahí adentro. Seguro no te dejaban dormir los clientes ¿no, amor? Ramona contesta con seriedad: —Si una mujer tiene un hombre al lado no necesita estar haciendo nada de esto. Una no lo hace por gusto. Nosotras nos tenemos que buscar la vida solas, aquí no hay trabajo. Ya tú sabe’. De fondo suena la salsa “La loba”. Su autor es Raulín Rosendo: Los dominicanos se la saben de memoria. La canción ha tenido versiones de cualquier número de cantantes durante más de 40 años. La versión que está de moda actualmente la canta un tal Israel. Los turistas aprenden a bailar salsa con clásicos como éste. En la isla hay más de 30 canciones dedicadas a las putas. Pero el número de trabajadoras sexuales es un misterio. Las cifras que da el Centro de Orientación e Investigación Integral (coin), una ong que trabaja capacitando a prostitutas en educación sexual y prevención de vih, dicen que en República Dominicana hay más de 200 mil mujeres que ejercen el trabajo sexual, eso sin tomar en cuenta a las menores de edad. Aun así, esos números son conservadores. De acuerdo con el director del coin, Santo Rosario, “ese cálculo se hace mediante la participación en charlas y proyectos educativos; las trabajadoras sexuales que no tienen acceso a esa formación son muchas más”. Eso es únicamente dentro de la isla. Sólo hasta 2003, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) calculaba que unas 60 mil mujeres dominicanas se dedicaban a la prostitución en el extranjero. En 2013, la organización Tú Mujer y el Fondo de Población de la Organización de las Naciones Unidas publicaron un informe según el cual República Dominicana ocupa el cuarto lugar a nivel mundial —sólo superado por Tailandia, Brasil y Colombia— como exportador de prostitutas. El número de menores de edad que ejercen el trabajo sexual en República Dominicana es un enigma. Ninguna institución tiene estadísticas reales. Los esfuerzos del gobierno para evitar la prostitución de menores se limitan a acuerdos. En julio de este año, el Cuerpo Especializado de Seguridad Turística de la República Dominicana firmó un acuerdo con unicef para dar formación a la policía de turismo y al personal de seguridad de hoteles con el fin de evitar el ingreso de menores si no es con sus familiares. Para el director del coin, “miles de niñas dominicanas son prostituidas a la fuerza pero muchas otras lo hacen por voluntad. No tienen otra opción”. La familia de Altagracia es un ejemplo: a las Pérez nadie las obligó. Estas mujeres alegremente vaticinan una vida de prostitución para su cuarta generación: una niña de cinco años. Isadora trenza el cabello negro de su hija. A sus 24 años no ha cumplido su sueño de ser bailarina exótica. Sólo bailó en algunos cabarets de mala muerte. Para su hija quiere algo más glamouroso: que sea cuero de exportación. Isadora cree que las mujeres que se van a trabajar a Europa o Estados Unidos son las que progresan, las que construyen para sus familias casas firmes. —Es preciosa, ¿no? Mira, apenas tiene cinco años y ya se nota que va tener buen cuerpo. Va a ser buen cuerito. Pero ella tiene que ser de las que salen de esta isla. Lo único que nos falta a nosotras es montarnos en un avión. Isadora ve a su hija corretear por el patio, dice que tiene que cuidarla para que no le pase nada. Luego se levanta la blusa y muestra una cicatriz en el abdomen. Tiene otra en su brazo derecho. La primera es el mal recuerdo de un cliente violento, la segunda un accidente de infancia. Pero su hija no puede tener cicatrices. Su razón no es la de cualquier madre: cree que si no es así la niña no será contratada en un cabaret high class. La nena regordeta parece no oír nada. Corre hacia su habitación y regresa con una gran sonrisa a la que le falta un diente. Muestra su juguete favorito: una muñeca Barbie rubia, despeinada, desnuda. También puede interesarte ¿Charlie Hebdo y cuántos más?